Edición número 295. Domingo 12
de enero de 2014.
Por Felipe Deslarmes (fdeslarmes@miradasalsur.com)
Si no querés, no vengas más”, es la
muletilla preferida de Mónica Mariel Bolo, dueña de una fábrica textil que
lleva su nombre, ubicada en Zañartú 607. Le encantaba decírsela a los 85
trabajadores que tuvo en situaciones de enorme precariedad y que desde
diciembre están en vigilia en la puerta denunciando que Bolo no les pagó los
últimos meses de trabajo, cerró sin previo aviso y sin indemnizar y vació el
taller en un fin de semana.
La fábrica había empezado desde febrero a hacer vestimentas para, entre otras,
las firmas Cheeky, Wilson, Yagmour, Montagne Prestige y Stone. Para reclutar
oficiales maquinistas había acudido a una radio, La Favorita, con un aviso pago
que explicitaba que necesitaba empleados con experiencia y que el trabajo era
“en blanco”.
Entre los que ingresaron en esa primera camada está Shirley, que, desde el
cierre del taller, es delegada: “Me probaron y me confirmaron en el instante
que empezaba a trabajar al día siguiente. Mónica era la que estaba siempre
allí, encima nuestro, viendo cómo estábamos trabajando; y también era la que
nos metía presión, más que los encargados, porque decía que era ella la que
pagaba y que los encargados eran como nosotros, empleados. Era también la que
pedía siempre más producción y exigía que nos quedáramos más horas. Como
necesitábamos ganar un poco más, siempre accedíamos. Yo estoy desde el
principio y me había dicho que mi horario era de 7 a 17, pero a los que ingresaron
después, directamente les decía que el horario era de 12 horas, de 7 a 19”.
Lourdes es de las trabajadoras que ingresó después: “Yo empecé en julio, la
fábrica empezó en febrero. Llegué por un aviso de una radio. Me dijeron que iba
a trabajar por hora, y que para empezar me pagarían $20 la hora. Desde un
principio, me habían dicho que serían 12 horas, de 7 a 19. El primer mes
cumplieron con el pago. Cobré $ 5.500, en efectivo y con un recibo trucho que
decía que trabajaba media jornada. Ni siquiera nos dejaban leer lo que
firmábamos; nos apuraban y decían que si no firmábamos nos podíamos ir. Ya al
segundo mes, cobré menos ($ 4.600) porque hubo feriados y no se pagaban.
Obviamente, sabíamos que sí se debían pagar. Pero, además, nos hacían trabajar los
sábados para recuperar los feriados. Yo les preguntaba ‘si son feriados y no se
pagan, ¿por qué voy a venir a trabajar?’ Pero había compañeros que venían. Y la
respuesta era siempre la misma: ‘Si no querés, no vengas más’”. Todos entraban
a las 7 y estaban las doce horas sentados frente a una máquina. Sólo paraban
para un desayuno de 15’ que les daban a las 9: un té con un pan (cuando el
estatuto del sector exige que sea leche) y para el almuerzo a las 12, de media
hora, escalonado por sector donde cada uno debía traerse su comida de su casa.
El trabajo era en cadena y hacían las prendas desde cero. Para eso les exigían
experiencia como oficiales, aunque sus recibos indicaran otra cosa para eludir
pagos al fisco de forma aún más alevosa. “El último mes empecé a tener que
levantarme para repartir los cortes –observa Lourdes– porque habían echado al
encargado del sector que era quien repartía los cortes y se ocupaba de
acercarnos las telas y decirnos cómo debían ir”. También era quien les decía
cuántas prendas tenían que hacer. “Nos pedían 500 prendas por día, pero es
imposible, sólo llegábamos a 100; no eran prendas fáciles”.
El lugar no estaba en condiciones. Era una casa de dos plantas que en la planta
baja tenía una mesa de corte y, a la derecha, dos sectores del taller. Hacia el
fondo, todo un sector con máquinas y apenas espacio para caminar. En la planta
de arriba, una mitad la ocupaban más máquinas y la otra mitad era la vivienda
de Mónica. Había dos baños para los 85 trabajadores, en el aire había polvillo
y no les daban barbijos. No fichaban; un encargado marcaba en un papel el
horario de entrada y salida de cada uno y no les quedaba registro a los
trabajadores del horario que hacían (algunos lectores también se preguntarán
para qué, si más allá de que les corresponde, en definitiva les hacían hacer
siempre 12 horas). Si alguno pretendía irse, por ejemplo, a las 17, como habían
pactado los que habían entrado primero, les exigían que se quedaran hasta las
19 “porque había que entregar las prendas” y, si no, la muletilla de Bolo
recordándoles la fragilidad de su relación laboral. Entonces, todos se
quedaban.
Casi de manual, el problema comenzó cuando en septiembre la empresa comenzó a
retrasar los pagos de salarios. Les daban de a puchitos. Los trabajadores
reclamaron cuando se les debió un mes y pidieron también sus aguinaldos. La
empresa respondió despidiendo a nueve trabajadores. En ese momento, los
empleados de la parte superior del edificio se plantaron pidiendo su
reincorporación. “Ahí Mariel llama a su abogada, y nosotros al sindicato”,
recuerda la delegada.
Llamaron al Soiva, que nunca se había presentado antes para chequear las
condiciones laborales de estos agremiados, pero encontraron como respuesta sólo
que debían reclamar que se reflejara en sus recibos que trabajaban jornada
completa y el cargo real (oficiales).
Con abogados presentes, la dueña del taller se comprometía a darles un vale el
lunes y que el 19 de diciembre cancelaría la deuda con los despedidos. Quedaron
en que el lunes 9 se iba a trabajar.
“Eso fue un viernes –recordó Shirley– y cuando llegamos el lunes estaban las
puertas cerradas con un cartel que decía que se había cerrado. Al vernos en la
puerta, los vecinos se acercaron a decirnos que en el fin de semana habían
llegado varios camiones de mudanza y se habían llevado todas las máquinas”. En
ese momento decidieron quedarse y acampar en la puerta.
Al día siguiente, el esposo de Mariel salió a decirles que pensaron que iban a
tomar la fábrica y que por eso sacaron las máquinas de ahí. Pero también
intentó sacárselos de encima diciendo que debían reclamarles a las marcas. “No
nos molesten a nosotros”, les dijo. El miércoles, desde la ventana, Mariel y su
hija los insultaron y llamaron a la Policía para que las ayudaran a irse, sin dudar
en golpear a los trabajadores explotados para abrirles lugar.
Los trabajadores comenzaron a organizarse. Shirley nunca había sido delegada ni
sabía sobre organización sindical: “Por mi carácter, fui elegida por los
compañeros para representarlos junto a otra compañera. Nunca había tenido un
problema así. Nunca pisé un juzgado. Y es porque se dio así que estoy
aprendiendo de leyes y derechos. Ahora hay mucha gente ayudándome a ver cómo
puedo ayudar a solucionar esto. Y ahora sé cómo tengo que defender los derechos
de mis compañeros. No insulto a nadie, no amenazo, sólo digo lo que pasó”.
Shirley recibió amenazas de la abogada de la dueña tratando de silenciarla
advirtiendo que le enviarían cartas documento si seguía haciendo declaraciones
públicas, a lo que respondió que sabía que podía decirlo porque sabía
perfectamente lo que pasaba. “Yo lo padecía ahí mismo. Acá nos adeudan desde
octubre. Nosotros acatamos las leyes y levantamos el acampe como pedía la
conciliación obligatoria. Sólo dejamos a algunos compañeros en vigilia para que
no saquen lo que queda. Es la única garantía. Quedan pocas máquinas y toda la
mercadería de las marcas… La Alameda nos está ayudando. Gustavo Vera vino
varias veces a la vigilia y nos asesora. Nos está llevando por un buen camino.
El sindicato jugaba con la patronal y arreglaba reuniones por atrás de
nosotros. Nunca se metían a ver las condiciones en que trabajábamos y esperaron
a que nosotros los llamáramos por aquel despido para venir y decirnos lo poco
que dijeron”.
Gustavo Vera es diputado por UNEN en la Legislatura porteña e integrante de La
Alameda, una organización con representación gremial que, desde sus inicios,
denuncia la trata de personas, los abusos a trabajadores y el trabajo esclavo.
En diálogo con Miradas al Sur, Vera sostuvo: “El caso de la textil Bolo es un
caso típico de estrago laboral con trabajo forzoso, que se maneja con un recibo
laboral que acredita cuatro horas cuando en realidad trabajan 12 y les pagan
mucho menos de lo que indica el convenio colectivo de trabajo, no les pagan
horas extras y les desconocen sus derechos. Es un caso de trabajo forzoso con
fraude laboral para poder engañar a los inspectores, cuando vienen”.
Respecto del accionar del sindicato, Vera sostuvo que “Soiva jugó abiertamente
para la patronal durante el conflicto hasta que los trabajadores tomaron el
Soiva. Desde hace mucho tiempo viene jugando en forma bochornosa a favor de las
patronales. No por casualidad una gran parte de las comisiones internas fueron
recuperadas con direcciones alternativas a la de Soiva; algo que crea una
situación de doble poder dentro del Soiva, donde por un lado está el poder
formal, el del aparato, el de una burocracia totalmente desgastada y entongada
con la patronal, y por el otro lado, las comisiones internas con un movimiento
importante y un apoyo muy fuerte a los trabajadores de esta textil”.
Según descubrió La Alameda, en la CABA hay 104 marcas denunciadas en el Juzgado
Federal por violación a la ley de trabajo a domicilio y a la ley de migraciones
y, en varios casos, por trata de personas con fines de explotación laboral.
Vera recordó la megacausa donde se hallaron culpables a responsables de
talleres clandestinos pero reconoce que hay más talleres “en otros juzgados”.
También recordó que el 30 de diciembre de 2013 hubo una primera sentencia con
varios imputados talleristas de firmas como Montagne, Lacar, Rusty y Kosiuko
donde dieron penas de entre 9 y 30 años de prisión y se realizó un decomiso de
máquinas que serán dadas a la comunidad para dar servicio a la sociedad que van
a determinar en los próximos meses. “Hay alrededor de 3.000 talleres
clandestinos en la ciudad. Talleres que trabajan para las grandes marcas o para
La Salada, y algunos, para los dos".
Según indica un informe de La Alameda, lo que invierte la marca en la
confección de una prenda es el 20% del valor final que tiene esa marca en el
local; un porcentaje compuesto por el 5% en el costo de confección de la prenda
y un 15% en lo que es insumos (básicamente el corte y materia prima), y donde
los valores restantes quedan en intermediarios, franquicias, impuestos y un
alto margen de ganancia que en la mayoría de los casos supera el 30%;
rentabilidad mucho más alta que en cualquier otra rama de la economía donde lo
habitual es un 8%.
La marca Cheeky pertenece a la familia Awada, y Juliana, la esposa del jefe de
Gobierno porteño Mauricio Macri, está incluida y según marca la ley, es
corresponsable de esa explotación y por esos trabajadores. En la marca Awada,
de la que es única titular, se encontraron casos de trabajo esclavo que desde
La Alameda denunciaron en juzgados federales. “En el caso de Cheeky son
agravadas, porque en 2007 lo denunciamos junto con la Defensoría y en 2012
volvimos a reiterar la denuncia, esta vez acompañados por la secretaría de DDHH
de la CGT. Y en caso de Juliana Awada, denunciamos dos talleres clandestinos,
que estaban en Villa Ballester en 2006 y uno más en 2009 en Capital Federal”,
sostuvo Vera, que acusa al gobierno porteño de hacer la vista gorda y revela
que muchas de las denuncias que disparan las investigaciones no provienen de un
costurero explotado sino de un vecino común y corriente; que no saben
concretamente cuál es la marca específica que está trabajando en ese taller
pero toman luego conocimiento por empleados de agencias, tanto comunitarias
como de la Secretaría de Trabajo, que entre los listados de los varios cientos
de talleres que les pasaron, encontraron uno bastante bochornoso que era de
Juliana Awada y que no hicieron público. “Hubo inspectores que descubrieron
talleres clandestinos de Awada y no indicaron públicamente cuáles eran.
Nosotros tenemos filmados por dentro los talleres de Awada, varios de los de
Cheeky y, frente a los cuales, en general, el Gobierno de la Ciudad tuvo una
política de encubrimiento”.
Para Vera, debería generarse un sistema de auditoría que fuera obligatorio y
que reflejara un poco el modelo que el INTI impulsó en 2007 que se llamaba
“Compromiso Social Compartido”. Se trataba de un programa que invitaba a todas
las marcas a dejarse auditar en toda su cadena de valor, para que certificaran
que están libres de trabajo esclavo. “Estamos proponiendo que sea de carácter
obligatorio, que esté bajo la tutela del Ministerio de Producción y controlado
y fiscalizado por la Legislatura. Y que quienes no se auditen tengan una escala
de sanciones que vayan desde multas o restricciones al crédito hasta la
imposibilidad de operar en el ámbito porteño hasta que no regularice su
situación”, reclama el diputado y advierte que no sólo debería tratarse de una
multa sino que además debe hacerse público desde la Secretaría de Empleo o a
través del Ministerio de Producción el listado de marcas que no estén
cumpliendo los requisitos y que no estén confeccionando según las normas de
higiene y seguridad básicas y elementales. “Pero veo que en la Ciudad de Buenos
Aires no hay una política activa para combatir la trata y las mafias.
Encontramos situaciones graves donde, además de los talleres clandestinos,
tenemos 1.200 prostíbulos, cientos de puntos de venta de droga. Desde el
Gobierno de la Ciudad nadie lleva una política activa para erradicar esto”.
En el caso puntual de los obreros textiles de los talleres que esta semana
cortaron cruces viales para hacer visibles sus reclamos, ya que ninguna de las
marcas ni la dueña de la empresa se presentaron en las audiencias, están
investigando por qué y adónde se llevaron las máquinas: “Sabemos que Bolo
recibió de las marcas un monto de dinero el día que debía pagarnos. Pero a ella
no le dio la gana de pagarnos y se fugó”, dijo la delegada Shirley, que afirmó
que ya tienen algunos datos pero que necesitan confirmar antes de hacer
públicos. Respecto de sus lazos con el sindicato, dijo: “Todavía creemos en el
sindicato, que está para defender a los trabajadores, pero ya veremos cómo se
resuelve todo. A la larga, todo se sabe”.
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