Ante la jornada mundial, este domingo 17 de enero de 2016, por los emigrantes y refugiados damos a reproducir su documento analizado por el cura scalabriniano ex director del departamento de Migraciones, Mario Videla, este martes en el programa radial de la Alameda.
«Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del
Evangelio de la misericordia»
Queridos hermanos y hermanas
En la bula de convocación al Jubileo Extraordinario de la
Misericordia recordé que «hay momentos en los que de un modo mucho más intenso
estamos llamados a la mirada fija en la misericordia para poder ser también
nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre» (Misericordiae vultus, 3).
En efecto, el amor de Dios tiende alcanzar a todos y a cada uno, transformando
a aquellos que acojan el abrazo del Padre entre otros brazos que se abren y se
estrechan para que quien sea sepa que es amado como hijo y se sienta «en casa»
en la única familia humana. De este modo, la premura paterna de Dios es
solícita para con todos, como lo hace el pastor con su rebaño, y es
particularmente sensible a las necesidades de la oveja herida, cansada o
enferma. Jesucristo nos habló así del Padre, para decirnos que él se inclina
sobre el hombre llagado por la miseria física o moral y, cuanto más se agravan
sus condiciones, tanto más se manifiesta la eficacia de la misericordia divina.
En nuestra época, los flujos migratorios están en continuo
aumento en todas las áreas del planeta: refugiados y personas que escapan de su
propia patria interpelan a cada uno y a las colectividades, desafiando el modo
tradicional de vivir y, a veces, trastornando el horizonte cultural y social
con el cual se confrontan. Cada vez con mayor frecuencia, las víctimas de la
violencia y de la pobreza, abandonando sus tierras de origen, sufren el ultraje
de los traficantes de personas humanas en el viaje hacia el sueño de un futuro
mejor. Si después sobreviven a los abusos y a las adversidades, deben hacer
cuentas con realidades donde se anidan sospechas y temores. Además, no es raro que
se encuentren con falta de normas claras y que se puedan poner en práctica, que
regulen la acogida y prevean vías de integración a corto y largo plazo, con
atención a los derechos y a los deberes de todos. Más que en tiempos pasados,
hoy el Evangelio de la misericordia interpela las conciencias, impide que se
habitúen al sufrimiento del otro e indica caminos de respuesta que se fundan en
las virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad,
desplegándose en las obras de misericordia espirituales y corporales.
Sobre la base de esta constatación, he querido que la Jornada
Mundial del Emigrante y del Refugiado de 2016 sea dedicada al tema: «Emigrantes
y refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la misericordia».
Los flujos migratorios son una realidad estructural y la primera cuestión que
se impone es la superación de la fase de emergencia para dar espacio a
programas que consideren las causas de las migraciones, de los cambios que se
producen y de las consecuencias que imprimen rostros nuevos a las sociedades y
a los pueblos. Todos los días, sin embargo, las historias dramáticas de
millones de hombres y mujeres interpelan a la Comunidad internacional, ante la
aparición de inaceptables crisis humanitarias en muchas zonas del mundo. La
indiferencia y el silencio abren el camino a la complicidad cuanto vemos como
espectadores a los muertos por sofocamiento, penurias, violencias y naufragios.
Sea de grandes o pequeñas dimensiones, siempre son tragedias cuando se pierde
aunque sea sólo una vida.
Los emigrantes son nuestros hermanos y hermanas que buscan
una vida mejor lejos de la pobreza, del hambre, de la explotación y de la
injusta distribución de los recursos del planeta, que deberían ser divididos
ecuamente entre todos. ¿No es tal vez el deseo de cada uno de ellos el de
mejorar las propias condiciones de vida y el de obtener un honesto y legítimo
bienestar para compartir con las personas que aman?
En este momento de la historia de la humanidad, fuertemente
marcado por las migraciones, la identidad no es una cuestión de importancia
secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a modificar algunos aspectos
que definen a la propia persona e, incluso en contra de su voluntad, obliga al
cambio también a quien lo acoge. ¿Cómo vivir estos cambios de manera que no se
conviertan en obstáculos para el auténtico desarrollo, sino que sean
oportunidades para un auténtico crecimiento humano, social y espiritual,
respetando y promoviendo los valores que hacen al hombre cada vez más hombre en
la justa relación con Dios, con los otros y con la creación?
En efecto, la presencia de los emigrantes y de los refugiados
interpela seriamente a las diversas sociedades que los acogen. Estas deben
afrontar los nuevos hechos, que pueden verse como imprevistos si no son
adecuadamente motivados, administrados y regulados. ¿Cómo hacer de modo que la
integración sea una experiencia enriquecedora para ambos, que abra caminos
positivos a las comunidades y prevenga el riesgo de la discriminación, del
racismo, del nacionalismo extremo o de la xenofobia?
La revelación bíblica anima a la acogida del extranjero,
motivándola con la certeza de que haciendo eso se abren las puertas a Dios, y
en el rostro del otro se manifiestan los rasgos de Jesucristo. Muchas
instituciones, asociaciones, movimientos, grupos comprometidos, organismos
diocesanos, nacionales e internacionales viven el asombro y la alegría de la
fiesta del encuentro, del intercambio y de la solidaridad. Ellos han reconocido
la voz de Jesucristo: «Mira, que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). Y, sin
embargo, no cesan de multiplicarse los debates sobre las condiciones y los
límites que se han de poner a la acogida, no sólo en las políticas de los
Estados, sino también en algunas comunidades parroquiales que ven amenazada la
tranquilidad tradicional.
Ante estas cuestiones, ¿cómo puede actuar la Iglesia si no
inspirándose en el ejemplo y en las palabras de Jesucristo? La respuesta del
Evangelio es la misericordia.
En primer lugar, ésta es don de Dios Padre revelado en el
Hijo: la misericordia recibida de Dios, en efecto, suscita sentimientos de
alegre gratitud por la esperanza que nos ha abierto al misterio de la redención
en la sangre de Cristo. Alimenta y robustece, además, la solidaridad hacia el
prójimo como exigencia de respuesta al amor gratuito de Dios, «que fue
derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rm 5,5).
Así mismo, cada uno de nosotros es responsable de su prójimo: somos custodios
de nuestros hermanos y hermanas, donde quiera que vivan. El cuidar las buenas
relaciones personales y la capacidad de superar prejuicios y miedos son
ingredientes esenciales para cultivar la cultura del encuentro, donde se está
dispuesto no sólo a dar, sino también a recibir de los otros. La hospitalidad,
de hecho, vive del dar y del recibir.
En esta perspectiva, es importante mirar a los emigrantes no
solamente en función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino
sobre todo como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden contribuir al
bienestar y al progreso de todos, de modo particular cuando asumen
responsablemente los deberes en relación con quien los acoge, respetando con
reconocimiento el patrimonio material y espiritual del país que los hospeda,
obedeciendo sus leyes y contribuyendo a sus costes. A pesar de todo, no se
pueden reducir las migraciones a su dimensión política y normativa, a las
implicaciones económicas y a la mera presencia de culturas diferentes en el
mismo territorio. Estos aspectos son complementarios a la defensa y a la promoción
de la persona humana, a la cultura del encuentro entre pueblos y de la unidad,
donde el Evangelio de la misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan
y transforman a toda la humanidad.
La Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan por defender
los derechos de todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo el derecho a
no tener que emigrar para contribuir al desarrollo del país de origen. Este
proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de ayudar a los
países del cual salen los emigrantes y los prófugos. Así se confirma que la
solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional y la ecua
distribución de los bienes de la tierra son elementos fundamentales para actuar
en profundidad y de manera incisiva sobre todo en las áreas de donde parten los
flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades que inducen a las
personas, de forma individual o colectiva, a abandonar el propio ambiente
natural y cultural. En todo caso, es necesario evitar, posiblemente ya en su
origen, la huida de los prófugos y los éxodos provocados por la pobreza, por la
violencia y por la persecución.
Sobre esto es indispensable que la opinión pública sea
informada de forma correcta, incluso para prevenir miedos injustificados y
especulaciones a costa de los migrantes.
Nadie puede fingir de no sentirse interpelado por las nuevas
formas de esclavitud gestionada por organizaciones criminales que venden y
compran a hombres, mujeres y niños como trabajadores en la construcción, en la
agricultura, en la pesca y en otros ámbitos del mercado. Cuántos menores son
aún hoy obligados a alistarse en las milicias que los transforman en niños
soldados. Cuántas personas son víctimas del tráfico de órganos, de la
mendicidad forzada y de la explotación sexual. Los prófugos de nuestro tiempo
escapan de estos crímenes aberrantes, que interpelan a la Iglesia y a la
comunidad humana, de manera que ellos puedan ver en las manos abiertas de quien
los acoge el rostro del Señor «Padre misericordioso y Dios te toda consolación»
(2 Co1,3).
Queridos hermanos y hermanas emigrantes y refugiados. En la
raíz del Evangelio de la misericordia el encuentro y la acogida del otro se
entrecruzan con el encuentro y la acogida de Dios: Acoger al otro es acoger a
Dios en persona. No se dejen robar la esperanza y la alegría de vivir que
brotan de la experiencia de la misericordia de Dios, que se manifiesta en las
personas que encuentran a lo largo de su camino. Los encomiendo a la Virgen
María, Madre de los emigrantes y de los refugiados, y a san José, que vivieron
la amargura de la emigración a Egipto. Encomiendo también a su intercesión a
quienes dedican energía, tiempo y recursos al cuidado, tanto pastoral como
social, de las migraciones. Sobre todo, les imparto de corazón la Bendición
Apostólica.
Vaticano, 12 de septiembre de 2015, memoria del Santo Nombre
de María
Francisco
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